“Me alegra que nos hayamos conocido”, me dijo, mientras me acariciaba el rostro. Era una mañana nublada en Maracaibo, algo extraño de por sí, y el segundo día de haber conocido en persona al hombre que por primera vez me hizo sentir que era digno de ser amado. Llamémoslo Roberto. En aquella época, Roberto tendría aproximadamente 29 años y vivía en otra ciudad de Venezuela. Era doctor, o a punto de convertirse en uno. Por dos meses, estuvimos intercambiando mensajes y notas de voz. Ambos estábamos en el closet. Su forma de escribir era agradable y educada. Su voz denotaba inteligencia, fiabilidad y masculinidad. Sus fotos lo hacían ver como una persona sociable y atractiva. Sin duda era alguien a quien me hubiese gustado conocer.

Al principio de nuestras conversaciones, ninguno de los dos había admitido su orientación sexual, pero una noche donde nuestros niveles de alcohol eran lo suficientemente altos como para ser completamente honestos, tomé la iniciativa de hacer un comentario sobre su físico, y una cosa llevó a la otra. Desde ese entonces, nuestra conexión emocional llegó a otro nivel. Ambos nos hicimos vulnerables, la atracción estaba latente.

Mientras más escuchaba su voz y sus historias, más me apegaba a él. Nunca antes me había conectado con un hombre de esa forma, mucho menos online y en un mes. Empecé a dudar de todo. ¿Cómo es posible enamorarse de alguien sin nunca antes haberlo visto en persona? Esto no puede ser amor. ¿Qué pasaría si algún día me deja de escribir? ¿Será que estoy siendo el protagonista de un episodio de Catfish?

Un día me envió un mensaje que despejó algunas de mis inseguridades. “Tengo que ir a un país cercano a Venezuela, y me gustaría pasar a visitarte”. La noticia me emocionó, pero vino con sus dificultades. Para poder visitarme, tendría que dormir en casa. Nadie en ese entonces sabía sobre mi orientación sexual excepto mi hermana, mi madre y uno que otro amigo. A mis padres nunca les gustó que mis amigos o amigas se quedaran a dormir en mi casa. Meter en mi cuarto por varios días a un hombre quien nunca antes habían visto generaría una reacción similar a la de Soraya Montenegro al ver que Nandito estaba besando a la lisiada.

Aun así, decidí arriesgarme. No quise dejar que mi situación impidiese la oportunidad de experimentar vivencias y descubrir sensaciones que nunca antes había podido tener. Por suerte, mi mamá me dijo que iba a estar en Caracas por unos días. Esas fechas coincidieron exactamente con aquellas en las que Roberto fue a visitarme. Solo tendría que lidiar con mi papá y mi tía, que en aquél momento todavía estaban vivos (que en paz descansen).

Nuestras conversaciones cambiaron progresivamente de tono. Hablamos de las cosas que haríamos cuando por fin lo tuviera entre mis brazos, los lugares a los que lo llevaría, las películas que le mostraría, las canciones que escucharíamos. Después de un mes entero fantaseando con su presencia, la realidad había llegado. Me levanté sin problemas a las 7 de la mañana para ir a buscarlo al aeropuerto. Recuerdo la incomodidad del primer abrazo, la dificultad de la primera conversación, la incertidumbre del primer beso, el miedo de que esa química online no iba trascender a la vida real. Después de dos meses, había tantas expectativas que cumplir para ese momento, que sentí que iba a explotar.

Como maracucho que soy, y teniendo el resto de la mañana por delante, lo llevé a comer pastelitos en Monserrate. Quizás no fui el más romántico, pero cualquier hora es correcta para comer pastelitos Monserrate. Sorpresivamente, nuestra conversación pasó aquella awkwardness inicial y nos encontramos hablando sin parar. Al terminar de desayunar, decidimos ir a casa. Mientras manejaba, tuvimos uno de esos momentos donde el semáforo parecía estar en rojo permanentemente. “De verdad no puedo esperar más”, dije. “Te tengo que besar”. Roberto era exactamente como me lo había imaginado, y más. En el aire, había una sensación de ignorar las formalidades y llegar a casa para estar encima del otro. Habíamos esperado tanto ese momento, y finalmente había llegado.

Una vez en la casa, lo ayudé con las maletas. Estaba esperando que nadie nos viera para no tener que dar explicaciones en ese momento, pero mi tía nos vio. “Es un amigo que va a otro país pero tiene que hacer unas diligencias en Maracaibo y se quedará aquí por unos días”, le dije, esperando que sonara convincente. “Ah ok”, dijo, mientras caminaba hacia el cuarto de mi papá.

Mientras tanto, Roberto y yo nos encontrábamos uno encima del otro, abrazándonos, besándonos, descubriendo nuestros cuerpos, sintiendo una inmensa satisfacción al saber que todas nuestras interacciones habían convergido con el fin de llegar a este punto. No podíamos estar separados. Solo teníamos tres días.

Nuestro momento de intimidad se interrumpió con una llamada telefónica. Era mi madre. No había pasado ni una hora. “¿Quién es ese muchacho que está en la casa? ¿De dónde vino?”, preguntó, alarmada. Claramente, mi tía le había contado a mi papá e imagino que mi papá llamó a mi mamá. “Saca a ese muchacho de la casa, ten un poco de respeto. Tu papá está bravo”. Esa frase, “tu papá está bravo”, la empleaba mi madre cuando no podía salirse con la suya y la situación estaba fuera de su control. Su propósito era inducir miedo y ansiedad, pero esa vez no me iba a dejar manipular por ella. En algún momento, tenía que hacer algo que me hiciera feliz sin importar lo que pensaran los demás, sin importar las consecuencias ni mantener una fachada.

Los próximos días se sintieron surreales, pasamos horas hablando de nosotros, lo difícil que era encontrar gays que valgan la pena en Venezuela, las dificultades de estar en el closet. Uno de esos días, Roberto se durmió en mis brazos y tuve un sentimiento abrumador, una especie de mariposas en el estómago, una sensación inmensa de alegría y tristeza al saber que lo nuestro, dadas las circunstancias, terminaría allí, pero me di cuenta de que esa felicidad que estaba experimentando no era realmente amor, era validación. Validación al saber que alguien, finalmente, me estaba tratando como yo pensaba que merecía ser tratado, que me apreciaba – sexual y románticamente – como era, con mis dientes imperfectos, con mi risa escandalosa, con mi cuerpo en construcción.

Los homosexuales pasamos tanto tiempo rodeados de gente que nos hace creer que somos una abominación, que siempre estamos buscando formas de compensar nuestro gran “defecto”: ser gay. Es difícil aceptarse como tal cuando existen personas que creen que eres un error. Roberto me hizo sentir amado, especial, feliz, pero sobre todo, valorado. El era un sweet talker, y yo también. El era un cuddler, y yo también. Nuestra compatibilidad parecía increíble.

Después de tres días de emociones intensas, Roberto tenía que partir. “Yo no vine a visitarte porque quería verte desnudo o tener sexo contigo”, dijo, poniendo sus manos sobre mis hombros. “Vine porque verdaderamente me importas”. Lamentablemente, eso no fue suficiente para que Roberto y yo mantuviéramos una relación estable. Según el, su profesión le hacía difícil salir del closet. Él pensaba que sus pacientes lo juzgarían y tomarían decisiones basadas meramente en su orientación sexual. Yo, por otra parte, estaba dispuesto a arriesgarme, pero Roberto no había llegado a esa etapa.

Dias después de su partida, con mis sentimientos todavía a flote, discutía con él la posibilidad de hacer la relación funcionar. “Alejandro, sería injusto de mi parte tener algo contigo cuando yo todavía vivo un mentira y tu estás empezando a pasar esa página”, dijo. Tiempo después, cuando las heridas estaban empezando a sanar, me di cuenta de que tenía razón, pero en el fragor del momento, me rehusaba a aceptar la realidad. Me generaba una frustración descomunal haber conseguido a alguien con quien parecía conectarme tanto y perderlo solo por su necesidad de mantener una mentira.

Poco a poco, ambos dejamos de escribirnos. Los mensajes extensos fueron constantemente reemplazados por respuestas frías y secas, desprovistas de afectividad. La frecuencia de los textos empezó a disminuir, su voz pasó a ser un recuerdo lejano. Eventualmente, Roberto se fue a vivir a otro país latinoamericano y nuestra experiencia quedó enterrada en lo profundo de nuestros recuerdos. Solo espero que, como yo, esté donde esté, haya conseguido superar sus miedos y vivir la vida que se merece: libre de mentiras, fachadas y desamores.

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