No lo puedo seguir ocultando: nací en el país equivocado.

 

Últimamente cada vez que salgo es un recordatorio de por qué no parezco encajar: hago la cola en el cajero express y la estudiante de medicina de 21 años se tarda una hora cobrando un cheque, la señora de al lado quejándose del mal servicio del banco con un tono de voz lo suficientemente alto como para que la escuche el centro comercial entero, camino por la calle y la gente se mueve a 0,001 kilómetros por hora, el sol eterno, el calor asfixiante, la viveza, las mentes cerradas y retrógradas, el pana que te limpia el parabrisas sin tu permiso, que ninguna disco se enfoque en la música que te gusta, el carro con placa de neón azul que maneja a la velocidad de la luz mientras reproduce “Ready to Love” de Dyland & Lenny con el bajo distorsionado y que se come la luz roja en el proceso.

 

Recuerdo cuando era pequeño y me costaba hacer amistades. Creo que esto no se trata solo del país, sino que siempre me he sentido como un forastero. En secundaria tenía pocos amigos porque la mayoría me parecía inmaduro y que no valía la pena mi tiempo. Tenía una profesora que me decía en esa época que era muy maduro para mi edad, y que no se me iba a hacer fácil hasta salir de ahí. Ese sentimiento estaba presente hasta con una parte de mi familia. Casi nunca iba a las reuniones y cuando lo hacía, no estaba cómodo. El escándalo, el vallenato a todo volumen, mi madre invitándome a bailar “Tu lo que quieres que te Coma el Tigre”, los cuentos de cómo mi tío ordeñó su primera vaca en la finca, la historia de la señora que mandó a callar a mi madre mientras iba en un bus hasta Sinamaica y ese tipo de cosas que por mucho que trataba de pretender que estaba interesado en la conversación, desearía que estuviésemos hablando de otras cosas. Pero uno no escoge a su familia, y así como son igual los quiero.

 

Para lo que hago, aquí es difícil salir adelante. Aunque últimamente creo que para cualquier joven recién graduado es casi imposible echar pa’ lante. Tengo la suerte de que cuento con unos padres y una hermana que me han apoyado en todo. Desde que les dije a los 11 años que quería ser director de cine, pensaron que se trataba de una etapa, como cuando quise ser astrónomo, pero con el tiempo se dieron cuenta de que la cosa iba en serio y en vez de obligarme a estudiar medicina, alguna ingeniería o cualquier otra carrera que “diera cobres”, sabían que esa pasión no la podían detener. Cada vez que necesitaba algo para mi cámara o para un rodaje, era otro recordatorio: en mi país no se consigue nada, o si existe, tienes que ir del norte al sur o de estado a estado a ver si encuentras un cable específico que va del micrófono al grabador digital.

 

Cuando viajé por primera vez a Londres y me bajé del bus que me llevó de Gatwick a Westminster, percibí de inmediato una sensación de familiaridad con el lugar. Las largas caminatas de la estación del metro hasta el vagón, el ritmo vertiginoso y frenético de sus habitantes, la forma de vestir, el ambiente opaco del invierno, el orden, la limpieza. Es como si todo ese tiempo la ciudad había estado esperando por mí. Mientras me sentaba en una banca y admiraba el entorno me di cuenta de que estaba llenando un vacío que no sabía que tenía.

 

Una semana después quería convencerme a mí mismo de que solo era la sensación de novedad, pero en el fondo sabía que era algo más profundo que eso, estaba abrumado con sentimientos de pertenencia. Se supone que uno llama “hogar” a su país de nacimiento, y en ese momento sentía que estaba traicionando a Venezuela, ya que mi conexión emocional con el lugar donde nací se estaba empezando a disipar progresivamente. Mientras iba en el tren de regreso al aeropuerto, empecé a sentir tristeza, como si me estuvieran quitando algo que me pertenecía.

 

¿Qué querrá decir todo esto? ¿De verdad algunos nacemos en el país equivocado? ¿Los nacionalistas entenderán este sentimiento? Esta última pregunta que me hago sí estoy convencido de que es un “no”. Es bueno ser nacionalista, hasta cierto punto. Yo nunca lo he sido, aunque estoy agradecido por todas las cosas que he podido sacar gracias a nuestra idiosincrasia. A mí me gusta contar historias, y en este país se ven tantas cosas que siempre hay material para escribir. Pero hay que tener cuidado con el nacionalismo, a veces no deja ver la realidad. Siempre escucho las frases “el problema no es Venezuela, es la gente”, “no es el país, es el gobierno”, pero después me detengo a pensar ¿qué hace a un país? y la primera respuesta que me viene a la mente es la gente. ¿De qué sirve tener paisajes bonitos y ganar concursos de belleza si la sociedad deja mucho que desear? No todos los venezolanos son así, de eso estoy claro, pero al parecer otra gran parte no tiene cultura y no sé como avanza una sociedad sin ello.

 

“Vete de una vez, el país no te necesita”, estarán pensando algunos. Pero tranquilos, tarde o temprano los dejaré en paz. A pesar de todo, todavía me pregunto si es que yo no encajo en el país o el país no encaja conmigo.

 

Ya va, dije lo mismo.

COMPARTE ESTE POST